LA ORQUESTA
Escrito por Abigail
Truchsess
Para
Javier, el día de su cumpleaños era de todos menos suyo. El ruido que hacían
los invitados le era insoportable, le daban ganas de patearlo.
Cuando
cumplió cinco, esperó a que la abuela y su mamá se descuidaran, tomó un pitillo
de color azul, lo único interesante de aquella fiesta, y se escapó hasta su cuarto.
Allí, cerró la puerta y la ventana, apagó la bulla de afuera y empezó a dirigir
una orquesta imaginaria.
A
la hora de picar la torta:
- -¿Dónde está Javier?- Preguntó la madre.
- -Yo creo que subió.- Respondió uno de los
primos, con la boca llena de tequeños.
- -Voy a buscarlo-. Dijo el padre.
Un
vendaval y un tirón de luz proveniente del pasillo, lo trajeron de vuelta al ruido. La figura redonda del padre lucia apretada en
el marco de la puerta.
- -Tienes que bajar.
- -No quiero.
- -Están todos esperando por ti.
- -¡No quiero!
El
padre no estaba para discutir, lo cargó y lo bajó hasta el patio donde todos
esperaban alrededor de la mesa., los niños con pitos y cornetas.
- -Aquí
está, aquí viene.- Lo recibió la madre,
cargándolo.
Y
empezaron a cantar, Javier se tapó los oídos, nada lo apartaba de
aquello.
- -¡Cállense! – Gritó y volvió el silencio,
aprovechó el estupor de la madre para soltarse y salir corriendo de nuevo hasta
su cuarto.
- - Me parece que hemos malcriado mucho al
niño- Le comentó la abuela al padre,
trató de ser discreta, pero muchos la
oyeron; el padre miró a la madre con
reproche, la culpaba, ella achinó los ojos, contuvo la rabia.
Ya
a solas, buscaron a Javier en su cuarto, estaba dormido. El padre insistió en
despertarlo para que abriera los regalos, aunque ambos sabían que tampoco le
iban a interesar. Ella recogió el pitillo azul del piso y le dijo a su esposo.
- -Quiero llevarlo a un psicólogo.
- -¡Lo que nos faltaba, un carajito loco!
Esa
noche él no durmió en casa, agarró una
botella de whisky 18 años y se fue a buscar a “la Negrita” una mujer que tenía
en la Guaira de dientes blanquísimos y
piernas de roble. Antes de abrir la
puerta del cuarto de hotel, recibió un mensaje de la esposa al celular.
- -¡Quiero el divorcio!
- -Yo también- Fue su respuesta.
- -¡Tienes el ceño fruncío mi gordo! – lo atajó la Negrita.- Vente conmigo que te pongo a gozá.
Después
de vaciar las rabias en el cuerpo de la Negrita, se bebió a fondo el resto del
whisky que le quedaba y bajó hasta la playa, se sentó en la arena y empezó a
recordar cuánto les había costado concebir al niño. Habían sido años de tratamiento, inyecciones
de hormonas que la malhumoraban y de horarios y fechas que le quitaron el gusto
al sexo.
- -¡Quería un hijo, ahí lo tiene!
Fue
humillante para él cuando el médico le dijo que su producción de espermatozoides
era muy baja y los complejos de niño gordo de la clase se le alborotaron. Junto a los malos recuerdos y el vaivén de
las olas, se quedó dormido en la playa.
Ella
en cambio, no pegó un ojo aquella noche,
le hervía la sangre, caminó por toda la casa, en una mesa de la sala reposaba
la foto del día de su boda en marco de plata, la miró y pensó con ironía.
- -¡Hasta que la muerte nos separe mi
amor!
La
tiró contra la pared y rompió una lámpara, el ruido retumbó en la casa y pensó
en Javier, fue hasta su cuarto, abrió la puerta con mucho cuidado y ahí estaba
dormido, era tan dulce. Amanecía y estaba por acostarse cuando el timbre del
celular la sobresaltó, era el esposo.
- -¿Qué quieres?
- - Estoy en la Guaira, se me perdieron las
llaves del carro y necesito que me traigas las de repuesto.
-
¡Mándalas a buscar!
Le
colgó, apagó el celular y él la llamó al teléfono de la casa, el timbre repicó
varias veces, Javier se despertó.
- -¿Qué le pasa a papá? ¿Tiene
problemas?
Tuvo que ir a buscarlo a la
playa. Dejó a Javier esperando en el carro y fue a entregarle las llaves.
- - Voy a pasar toda la tarde paseando con el niño.
Te agradezco que te lleves tus cosas y no vuelvas más.
- -¡Siempre hay que hacer lo que tú dices!
¿no? ¿Pues sabes cómo es la cosa? Que si voy a buscar mis vainas, yo también
estoy harto, harto de ti y de un carajito al que no entiendo.
Estallaron
los reproches, siete años de matrimonio, cinco de los cuales habían caminado
sobre vidrios rotos. ¡Cómo dolían las culpas!
En
un momento ella volteó hacia el carro, no vio a Javier, se acercó y solo halló sus zapatos y sus medias. El padre, rápido, salió a buscarlo en la
playa, preguntó a unos pescadores si habían visto a un niño y le indicaron que
sí, que vieron a un muchachito caminar solo, con un pitillo en la mano. Continuó en
dicha dirección, ella iba detrás de él, hasta
que al fin descubrieron las huellas del niño en la arena, las siguieron y
pararon en un punto donde las huellas cambiaban de dirección, ahora sus dedos
pequeños apuntaban hacia al mar. No
había más huellas, solo el pitillo abandonado, flotaba como un mal presagio.
La
mirada desesperada de ella se encontró con la de él, el corazón paralizado, ninguno se atrevía a decir lo que estaba
pensando.
- -¡No, no, no… es imposible, él es muy
pequeño, él no sabe nadar.-
- -¡Javier!.- Lo llamó él a toda voz.
Nadie
respondía y cobrando impulso subió hasta el malecón, desde allí podría divisar mejor el mar. Iba
por las piedras a zancadas, ella se
quedó con la vista perdida en el horizonte, apretó su vientre con las manos en
puño, los dientes, las lágrimas. El
tiempo era una dolorosa pausa.
- -Está aquí.- Gritó él. – Lo encontré.
Ahora
era ella la que saltaba, los zapatos le entorpecían la carrera, se los quitó y
los echó en cualquier parte, no sintió los arañazos de las piedras, alcanzó al marido.
- - Míralo, ahí está-.
Si,
ahí estaba Javier, al otro lado del malecón, frente al mar, con los ojos
cerrados, los brazos en cruz, dirigiendo una orquesta imaginaria.
Ella
y él bajaron y por alguna razón no quisieron interrumpirlo. El padre, no sabía qué hacer, así que se quitó
los zapatos, se ubicó a su lado, abrió
los brazos y cerró los ojos, ella hizo igual.
Quedaron
en silencio, por primera vez desde que Javier había nacido, juntos frente al
mar.
El
sonido de las gaviotas, la tibieza del sol y frio del agua que bañaba los pies.
La red de un pescador que se alzaba al viento y caía al mar, un canto perdido
de viejos tiempos, componían una melodía que solo juntos podían
escuchar.
- -Qué gran orquesta, hijo-.
Fin
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