sábado, 20 de septiembre de 2014

El INTRUSO DE NOCHEBUENA. Escrito por Abigail Truchsess.

EL INTRUSO DE NOCHEBUENA



Escrito por Abigail Truchsess.

Un corbatín de lazo, color naranja, había caído entre las brasas y el humo blanco de cientos de salchichas asadas al aire libre, cambio de color a un tono gris oscuro, muy oscuro.
-      ¡Esto es una señal de mal agüero!- Pensó el abuelo de los Snorkill.

Era diciembre del año 1842 y más de trescientos campesinos de Endingen, se habían reunido en los campos de manzanas  para celebrar el contrato de fundación de  una ciudad alemana en el trópico, firmado por  Martin Cassler y Agustín Codazzi.    

Uno de los futuros colonos, de apellido Ritzen, había bebido mucha cerveza y metió su dedo gordo y calloso de labrero en la corbata naranja del oficial Codazzi.

-          ¡Usted debe jurar que seremos felices! 

Y se la embadurnó de grasa de salchichas, trató de limpiarla con un pañuelo, pero el pañuelo venía lleno de mermelada y salsa blanca…  la corbata terminó pegada a los dedos de Ritzen y el desconcertado oficial  dio unos pasos hacia atrás, disimulando su espanto, se tropezó con el abuelo de los Snorkill sin disculparse y  juró a todos, con una cruz que había sacado de su bolsillo y que apenas rozó con sus labios, felicidad por siempre.

Ritzen triunfante,  lanzó al aire  el corbatín y el corbatín terminó en las brasas. 

El abuelo Snorkill,  miró con desconfianza la tela que se quemaba y presintió en la mezcla de olores de grasa de cerdo, una maldición.

El abuelo creía en el poder mágico de la palabra escrita y fue por esa razón que evitó colocar su nombre y el de su familia en el censo de los aventureros que se embarcaron en “el Clemence”,  el barco francés que los trajo desde Havre de Grace  a Choroní  y  la razón  por la cual Codazzi nunca se puso de acuerdo con los funcionarios de inmigración de Venezuela, pues mientras estos habían contado 378 alemanes desembarcados, Codazzi insistía en que eran 374. 

Los cuatro faltantes eran el abuelo, su esposa y sus dos hijos, que se colaron entre los Benitz,  Muller, Musle, Gerig, Rudman, Ruth, Ziegler, Strubinger, Griman, Hoffman, Bergman, Galler, Suhr,  Breindenbach, Cassler  y Rizten que atravesaron a pie,  desde Choroní, las montañas de Maracay  hasta  el lugar donde hoy en día se asienta la Colonia Tovar.

Gracias a esta simple artimaña, el abuelo pensó que había burlado la maldición, pues ninguno de los suyos cayó enfermo cuando la viruela los atacó en el viaje en barco y tampoco se contaron entre los caídos por el sol y el calor, en la caminata a través de las montañas.

Al paso de los años, el abuelo tuvo más nietos que hijos y el día de Navidad, después de la misa de gallo, se sentaban juntos a la mesa a celebrar con una gran cena.   

Solían comenzar con aperitivos de pescado ahumado, seguido de un gran plato de carne de tiburón fermentada y un exquisito cordero.  La abuela de los Snorkil era famosa por su cordero al horno con  ensalada de papas y arroz salvaje.  Para finalizar con broche de oro, tenían de postre, la insuperable torta de crema de chocolate de la esposa del hijo menor de los  Snorkill.   

Todas sus recetas eran de tradición vikinga y se preparaban sobre leña, a fuego lento. Aprovechaban el viaje de ida y vuelta a la misa de Navidad, para dejar el pescado ahumándose,  el tiburón cocinándose,  el cordero  horneándose y la torta helándose.   Solo un miembro de la familia tenía el deber de cuidar la comida.

A finales de noviembre  la abuela de los Snorkill preguntaba:

-          ¿Quién cuidará este año del hogar?

Algunas veces se ofrecía un voluntario, otras veces la decisión era tomaba al azar por medio de un sorteo;  y cuando todos querían ir a la misa, el hijo mayor de los Snorkil  escogía quien debía quedarse, dependiendo de su comportamiento durante el año.  

Así iban andando las cosas, hasta que un día, al regreso de la misa, la familia halló la casa con la puerta hecha pedazos, la mesa derribada, la vajilla rota, la parrilla sin pescado,  el caldero sin tiburón,  el horno sin cordero y la gavera sin torta.

Ese año, la hija mayor del hermano menor, una chica rubia y lozana,  se había quedado a cuidar de la casa y también había desaparecido.

Los Snorkill con sus parientes y amigos, salieron a buscarla;   formaron cuadrillas,  pero nada, nunca, nunca, nunca,  apareció.

Pensaron que a la chica la había secuestrado algún insurrecto de la Revolución Azul, pero al año siguiente, una vez más en Nochebuena, se repitió la misma escena: La puerta hecha pedazos, la mesa derribada, la vajilla quebrada, la leña sin pescado, el caldero sin tiburón,  el horno sin cordero… la gavera sin torta.  Esta vez había desaparecido el primer varón nacido en tierras de Tovar.

El abuelo de los Snorkill recordó el humo negro de las salchichas asadas aquel día en Endingen y   pensó:
-          Es la maldición, ha venido por nosotros.  

La familia Snorkill comenzó a tener muy mala fama.  Las historias que se inventaron en torno al misterio de los Snorkil pululaban por docenas, unos y otros  susurraban que se trataba de hadas o duendes que  venían en Nochebuena a comérselo todo y secuestraban al  único habitante de la casa,  para convertirlo en su esclavo por toda la eternidad…

-          ¡Es un vampirrro!- Aseguraba el viejo Ritzel.

El ser en cuestión nadie podía definirlo,  lo que sí estaba comprobado a ciencia cierta, era que se trataba de un personaje del otro mundo con muy buen apetito.

Obviamente nadie quería permanecer en casa de los Snorkill la noche de Navidad.  Cuando el año estaba por terminar, entre octubre y noviembre, la familia empezaba a mostrar  verdaderos signos de preocupación. ¿Quién querría desaparecer para siempre?
Sucedió entonces que una linda morena maracayera se acercó a pedir trabajo, se llamaba Trinidad y no tenía ni idea de la maldición que perseguía a la familia.   

La nuera de los Snorkill la contrató y dejándose llevar por el instinto de supervivencia le propuso: 

-  Sería tan lindo que se quedaras con nosotros… solo hay una condición: El 24 de diciembre debe quedarse sola en casa. ¡Usted ha de cuidar el fuego del hogar!  

La muchacha aceptó sin peros y comenzó a trabajar. A pesar de su aspecto delgado, era muy fuerte y colaboradora,  era la primera en levantarse por la mañana y la última en acostarse por la noche.  Todos en casa comenzaron a tomarle mucho cariño y la abuela pensaba.

-    Pobrecilla, tan jovencita… 

La paz de espíritu no llegó con la navidad a casa de los Snorkil; sentían mucha culpa pero nadie se atrevía a comentarle una palabra a Trinidad.  El aciago día pasó pronto, el sol se ocultó en el horizonte y montaron  el pescado en la leña, el tiburón en el caldero, el cordero en el horno y la torta en la gavera. Decoraron la mesa con manteles bordados en hilo y una vajilla de Bavaria.

-    ¡Qué derroche!- murmuraba la esposa del hermano menor.  – Tanto esfuerzo para que se lo coma un misterioso desconocido.

Y llegó la hora de partir a la Iglesia. Bajo el marco de la puerta, que todos los años se montaba nueva, se despidieron de Trinidad y la abuela Snorkill rompió en llanto.

-    ¡Lo que estamos haciendo no tiene perdón de Dios! 

La nuera se apuró en llevársela fuera de la casa, pero  la abuela lloró más duro y se refugió en brazos del abuelo, que le dijo al oído.

-     Trinita no viajó en el  “El Clemence
-     ¿Y eso qué?- le replicó ella.
-     Quizás escape a la maldición… ella no tiene sangre alemana.

La abuela no pudo reprimir un reproche:

-  No conocemos al monstruo que llega todas las navidades a llevárselo todo, no sabemos nada sobre él y puede que le guste la sangre mestiza tanto como la nuestra.  

Todos se reunieron a discutir el asunto, algo que nunca habían hecho por miedo.

-   Suegra- dijo la nuera.-  Piense que es un pequeño sacrificio de familia.  Todos los años alguien debe quedarse a cuidar de la comida y este año le tocó a Trinidad, ella no puso ningún reparo.

-   ¡Porque no sabe la verdad! –  Aulló  la abuela. – Tenemos tanto miedo que no hemos sido sinceros con la pobrecilla.

-    Debemos pensar en los niños.  Ellos necesitan de su familia.- Dijo la esposa del hermano mayor.- No podemos permitir que alguien más de la familia desaparezca.

-    ¿Y qué un extraño pague por nuestras culpas?  La maldición nos pertenece. -Habló contundente la abuela. 

Trinidad que había salido al porche de la casa, escuchó la discusión de la familia, temblando del miedo, los tomó a todos por sorpresa cuando dijo a gritos.  

-  ¡Yo no me voy a quedar! ¡No me voy a quedar!  No quiero ser esclava de ningún ser sobrenatural.

-     ¿Y qué hacemos? - Preguntó con voz ahogada una de las nietas.  

Se miraron unos a otros, cada quien fue bajando los ojos, agobiados por la pena, no tenían solución.
-   ¡Yo me quedo! – Quiso sacrificarse el abuelo. – Ya he vivido bastante y es justo que sea yo quien enfrente lo que sea que venga a derribar la puerta de nuestro hogar.

-    ¡Eso no arregla las cosas!-  Replicó la abuela. -  El año entrante tendremos el mismo problema y nadie se querrá quedar.  ¿Desapareceremos, acaso, uno a uno, año tras año?

Tras un silencio profundo, la nuera de los Snorkill propuso recoger todo, la comida, el horno, apagar la hoguera, llevarse la gavera, la vajilla, los manteles, la cristalería y que no quedara nadie. Armarían la mesa en la Iglesia y compartirían la cena con el cura.

-   ¡Sería un riesgo mayor!   – Le replicó el esposo.-  La fiera infernal podría enfurecer al no hallar un humano para el sacrificio y podría llegar al pueblo.  ¡Y acabar hasta con el santo cura!

-   ¡Quedémonos todos! –  Dijo el hijo mayor. – enfrentemos entre todos la maldición.

Parecía que iban a apoyar la sugerencia cuando en el horizonte, una sombra se alzó entre los árboles y abrió paso a un par de puntos incandescentes y lejanos; todos los Snorkill, incluyendo a Trinita, los vieron y acto seguido, se montaron en sus carromatos, que eran dos, apuraron a los caballos y huyeron  despepitados.

El susto fue tan grande que olvidaron a Vera María, la niña más pequeña de la familia, que fastidiada por el  parlotear de los grandes, se había ido a jugar con su muñeca junto a la chimenea.
     
Las horas fueron pasando y la noche se hizo cada vez más negra. Vera, al saberse sola en casa, cerró la puerta y las ventanas y se acomodó en el gran sillón del abuelo. El fuego de la chimenea ardía con altas llamas, se escuchaba el chisporrotear de los maderos, la sala estaba tibia…  y ella se estaba quedando dormida cuando un golpe muy fuerte la sobresaltó.

¡Catapum!  

No pudo descifrar de dónde venía y se quedó muy quieta escuchando, mientras su corazón le golpeaba el pecho como si hubiera corrido por horas; un nuevo golpe estremeció las paredes de la casa. 

¡Pam Catapum!

Eran pisadas, pisadas de gigante… Verita rogó al cielo y especialmente al niño Jesús que la cuidara y comenzó a cantar una vieja canción de navidad, que le había enseñado su abuela, para quitarse el miedo.
  
-     Oh tannenbaum, oh tannenbaum. Wi grun sin dei ne bleter…

¡Pacatapum, pam, pam!  ¡Paaaaaam!  Un ser tosco, gigante y peludo atravesó la puerta, haciéndola pedazos.  Parecía sorprendido de ver a una niña tan pequeña y sola.  

-    ¿Una niña? ¿Dejaron a una niña en casa?

El ronco crujir de su voz  fue ensordecedor, la cristalería estalló y  Vera María sintió cómo si su alma saliera del cuerpo, por más abiertos que tenía los ojos no lograba creer lo que veía.

-     ¡Eres un ogro! ¡Un ogro!
-     Si soy un ogro y tengo hambre.

El ogro tenía unos colmillos afilados, amarillos, su lengua era púrpura y su aliento, feroz.

-     ¿Por qué te dejaron sola?
-   ¡Estoy cuidando del fuego del hogar! – Respondió con valentía vikinga.

El ogro se echó a reír a carcajadas. 

-      Así que eres la valiente guardiana de la casa. ¿Y los demás?
-     ¡Están en la misa de Navidad!     
-     ¿Navidad? – El Ogro parecía desconcertado. - ¿Qué es  Navidad?

Un vuelco de salvación entró como un aire tibio en el corazón de la niña.

-    ¿No conoces la Navidad? Yo puedo enseñarte…

Y  lo invitó a sentarse a la mesa;  Le sirvió los entremeses de  pescado ahumado y mientras servía y servía, el ogro comía y comía uno tras otro, sin masticar. Ella fue contándole con detalle cómo era que hombres y mujeres, reyes y pescadores celebraban el nacimiento del niño más humilde de la tierra. Al ogro le costaba mucho entender aquello y pidió el primer plato, Verita, con gran esfuerzo, le trajo el caldero de carne de tiburón fermentada y el  ogro la sorbió de un solo tirón.   Ella trataba de explicar.

-    Un ángel les anunció la buena nueva y los pastores sintieron mucha alegría.

El ogro parecía no escuchar lo que Vera María le contaba.

-     ¡Trae más comida que aún no lleno mi barriga!  

La niña trajo el cordero, las papas y el arroz salvaje y continuó contando.

-  Una estrella alumbró el cielo y la tierra se llenó de paz.  ¿Comprende?   
-     No.
-     ¿No?

Los ogros suelen ser cortos de entendimiento y este no era la excepción.

-    Todavía tengo hambre.- le dijo.

-    Pero ya no tengo nada más que ofrecer… la alacena está vacía.

El ogro le dio un golpe tan fuerte a la mesa que la rompió. Con sus grandes ojos como brasas y sus enormes dientes, miró a Vera María con apetito voraz.  Un par de gotas babosas de saliva verde, salpicaron de su lengua púrpura y  el vapor pestilente de su aliento la mareó…

En la Iglesia, la familia Snorkill había llegado casi a tiempo para la misa, entraron, ocuparon sus puestos y al momento de la comunión, los vitrales de la Iglesia temblaron con el grito estremecedor de la abuela.

-     ¡Verita no está! ¡Verita se nos quedó!
-     ¿Cómo?- preguntó el cura.- ¿Ha quedado la niña abandonada ante lo desconocido?

Regresaron de inmediato y todas las familias que habían ido a la misa de gallo, los acompañaron. 

Al llegar a casa, paso a paso iban entrando, el abuelo, la abuela, el hijo mayor, la nuera, el hijo menor y su esposa, los nietos… Trinita y  los vecinos de Tovar;  caminaban despacio, con un nudo en la garganta y sin hacer ruido. Como todos los años, la puerta estaba deshecha, la mesa rota, la cristalería quebrada, la leña sin pescado, el caldero sin tiburón…

-    Lo sabía.- Lloró trágica abuela Snorkill.- lo sabía…  Llegamos tarde. Ha desaparecido nuestra pequeña nieta. 

Esta vez no se iban a resignar y los hombres se organizaron en cuadrillas de búsqueda…  Ritzel tomó una estaca para matar vampiros.

-    Irré por el camino del cementerrio.

¡Otro grito los estremeció!  Esta vez fue la nuera que apuntaba hacia la puerta de la cocina:

-     Allí, allí, allí. ¡Allí!

Allí  estaban el ogro y la niña con la torta de crema de chocolate servida en una gran bandeja de plata antigua. Los presentes casi se caen del espanto.

-   ¿Qué está pasando aquí? - Preguntó papá Snorkill
-   El señor Ogro vino a compartir con nosotros la noche de Navidad.- Les explicó Vera María.   

-    Aún no he comido mi postre.- Les dijo el ogro.  

Pasado el estupor inicial, decidieron entre todos levantar una nueva mesa. 

El ogro les contó que venía de la Selva Negra,  unos cazadores de cabezas de ogro lo estaban persiguiendo  y se echó al mar.  Escondido entre los palos del puerto escuchó de los aventureros que irían a fundar una ciudad alemana en tierras calientes con una promesa de felicidad por siempre en sus corazones.  Así fue cómo se aferró a la popa de “El Clemence” y cruzó el Atlántico y el Mar Caribe, tragando peces y agua salada.

Al llegar a Choroní, sintió el sol arder sobre su cuero peludo y corrió hasta lo más alto de la montaña, se guio por el sonido de una cascada y descubrió al fin una cueva húmeda donde echarse a dormir.  El tiempo de los ogros es diferente al de los humanos y su sueño duró muchos años, no lo despertaron ni las guerras civiles que acosaron a Venezuela en aquellos tiempos…  hasta que un día sintió el delicioso aroma del cordero al horno de la abuela.   ¡Y despertó con tanta hambre!

Al tiempo, la hija mayor del hermano menor de los Snorkill regresó con un esposo de la costa y llena de hijos; así mismo el primer varón nacido en tierras de Tovar, que había aprovechado la ausencia de la familia en Navidad para escapar tras una hermosa india. 

Año tras año, la mesa de la familia  Snorkill  se hizo cada vez más larga.    Los Benitz,  Muller, Musle, Gerig, Rudman, Ruth, Ziegler, Strubinger, Griman, Hoffman, Bergman, Galler, Suhr,  Breindenbach, Cassler,  Rizten, Trinita, el cura y el ogro,  eran invitados al banquete,  todos contribuían con sus mejores recetas.  ¡Incluso el ogro!

La maldición había acabado, el ogro entendió el verdadero significado de la navidad y la promesa de felicidad echa por Codazzi se cumplió bajo el cielo infinito de estrellas de la Colonia Tovar en Venezuela.

Fin

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