EL INTRUSO DE NOCHEBUENA
Escrito por Abigail Truchsess.
Un corbatín de lazo, color
naranja, había caído entre las brasas y el humo blanco de cientos de salchichas
asadas al aire libre, cambio de color a un tono gris oscuro, muy oscuro.
- ¡Esto es una señal de mal agüero!- Pensó el
abuelo de los Snorkill.
Era diciembre del año 1842 y más
de trescientos campesinos de Endingen, se habían reunido en los campos de
manzanas para celebrar el contrato de
fundación de una ciudad alemana en el
trópico, firmado por Martin Cassler y Agustín
Codazzi.
Uno de los futuros colonos, de
apellido Ritzen, había bebido mucha cerveza y metió su dedo gordo y calloso de
labrero en la corbata naranja del oficial Codazzi.
-
¡Usted debe jurar que seremos felices!
Y se la embadurnó de grasa de
salchichas, trató de limpiarla con un pañuelo, pero el pañuelo venía lleno de
mermelada y salsa blanca… la corbata
terminó pegada a los dedos de Ritzen y el desconcertado oficial dio unos pasos hacia atrás, disimulando su
espanto, se tropezó con el abuelo de los Snorkill sin disculparse y juró a todos, con una cruz que había sacado de
su bolsillo y que apenas rozó con sus labios, felicidad por siempre.
Ritzen triunfante, lanzó al aire el corbatín y el corbatín terminó en las brasas.
El abuelo Snorkill, miró con desconfianza la tela que se quemaba y
presintió en la mezcla de olores de grasa de cerdo, una maldición.
El abuelo creía en el poder
mágico de la palabra escrita y fue por esa razón que evitó colocar su nombre y
el de su familia en el censo de los aventureros que se embarcaron en “el Clemence”, el barco francés que los trajo desde Havre de
Grace a Choroní y la
razón por la cual Codazzi nunca se puso
de acuerdo con los funcionarios de inmigración de Venezuela, pues mientras
estos habían contado 378 alemanes desembarcados, Codazzi insistía en que eran
374.
Los cuatro faltantes eran el
abuelo, su esposa y sus dos hijos, que se colaron entre los Benitz, Muller, Musle, Gerig, Rudman, Ruth, Ziegler,
Strubinger, Griman, Hoffman, Bergman, Galler, Suhr, Breindenbach, Cassler y Rizten que atravesaron a pie, desde Choroní, las montañas de Maracay hasta el
lugar donde hoy en día se asienta la Colonia Tovar.
Gracias a esta simple artimaña, el
abuelo pensó que había burlado la maldición, pues ninguno de los suyos cayó
enfermo cuando la viruela los atacó en el viaje en barco y tampoco se contaron
entre los caídos por el sol y el calor, en la caminata a través de las
montañas.
Al paso de los años, el abuelo
tuvo más nietos que hijos y el día de Navidad, después de la misa de gallo, se
sentaban juntos a la mesa a celebrar con una gran cena.
Solían comenzar con aperitivos de
pescado ahumado, seguido de un gran plato de carne de tiburón fermentada y un exquisito
cordero. La abuela de los Snorkil era famosa
por su cordero al horno con ensalada de
papas y arroz salvaje. Para finalizar
con broche de oro, tenían de postre, la insuperable torta de crema de chocolate
de la esposa del hijo menor de los Snorkill.
Todas sus recetas eran de
tradición vikinga y se preparaban sobre leña, a fuego lento. Aprovechaban el viaje
de ida y vuelta a la misa de Navidad, para dejar el pescado ahumándose, el tiburón cocinándose, el cordero horneándose y la torta helándose. Solo un
miembro de la familia tenía el deber de cuidar la comida.
A finales de noviembre la abuela de los Snorkill preguntaba:
-
¿Quién cuidará este año del hogar?
Algunas veces se ofrecía un
voluntario, otras veces la decisión era tomaba al azar por medio de un sorteo; y cuando todos querían ir a la misa, el hijo
mayor de los Snorkil escogía quien debía
quedarse, dependiendo de su comportamiento durante el año.
Así iban andando las cosas, hasta
que un día, al regreso de la misa, la familia halló la casa con la puerta hecha
pedazos, la mesa derribada, la vajilla rota, la parrilla sin pescado, el caldero sin tiburón, el horno sin cordero y la gavera sin torta.
Ese año, la hija mayor del
hermano menor, una chica rubia y lozana, se había quedado a cuidar de la casa y también
había desaparecido.
Los Snorkill con sus parientes y
amigos, salieron a buscarla; formaron cuadrillas, pero nada, nunca, nunca, nunca, apareció.
Pensaron que a la chica la había
secuestrado algún insurrecto de la Revolución Azul, pero al año siguiente, una
vez más en Nochebuena, se repitió la misma escena: La puerta hecha pedazos, la
mesa derribada, la vajilla quebrada, la leña sin pescado, el caldero sin
tiburón, el horno sin cordero… la gavera
sin torta. Esta vez había desaparecido
el primer varón nacido en tierras de Tovar.
El abuelo de los Snorkill recordó
el humo negro de las salchichas asadas aquel día en Endingen y pensó:
-
Es la maldición, ha venido por nosotros.
La familia Snorkill comenzó a
tener muy mala fama. Las historias que
se inventaron en torno al misterio de los Snorkil pululaban por docenas, unos y
otros susurraban que se trataba de hadas
o duendes que venían en Nochebuena a
comérselo todo y secuestraban al único
habitante de la casa, para convertirlo
en su esclavo por toda la eternidad…
-
¡Es un vampirrro!- Aseguraba el viejo Ritzel.
El ser en cuestión nadie podía
definirlo, lo que sí estaba comprobado a
ciencia cierta, era que se trataba de un personaje del otro mundo con muy buen
apetito.
Obviamente nadie quería
permanecer en casa de los Snorkill la noche de Navidad. Cuando el año estaba por terminar, entre
octubre y noviembre, la familia empezaba a mostrar verdaderos signos de preocupación. ¿Quién querría
desaparecer para siempre?
Sucedió entonces que una linda
morena maracayera se acercó a pedir trabajo, se llamaba Trinidad y no tenía ni
idea de la maldición que perseguía a la familia.
La nuera de los Snorkill la contrató y
dejándose llevar por el instinto de supervivencia le propuso:
- Sería tan lindo que se quedaras con nosotros…
solo hay una condición: El 24 de diciembre debe quedarse sola en casa. ¡Usted
ha de cuidar el fuego del hogar!
La muchacha aceptó sin peros y
comenzó a trabajar. A pesar de su aspecto delgado, era muy fuerte y
colaboradora, era la primera en
levantarse por la mañana y la última en acostarse por la noche. Todos en casa comenzaron a tomarle mucho cariño
y la abuela pensaba.
- Pobrecilla, tan jovencita…
La paz de espíritu no llegó con
la navidad a casa de los Snorkil; sentían mucha culpa pero nadie se atrevía a
comentarle una palabra a Trinidad. El aciago
día pasó pronto, el sol se ocultó en el horizonte y montaron el pescado en la leña, el tiburón en el
caldero, el cordero en el horno y la torta en la gavera. Decoraron la mesa con manteles
bordados en hilo y una vajilla de Bavaria.
- ¡Qué derroche!- murmuraba la esposa del hermano
menor. – Tanto esfuerzo para que se lo
coma un misterioso desconocido.
Y llegó la hora de partir a la Iglesia.
Bajo el marco de la puerta, que todos los años se montaba nueva, se despidieron
de Trinidad y la abuela Snorkill rompió en llanto.
- ¡Lo que estamos haciendo no tiene perdón de
Dios!
La nuera se apuró en llevársela
fuera de la casa, pero la abuela lloró
más duro y se refugió en brazos del abuelo, que le dijo al oído.
- Trinita no viajó en el “El
Clemence”
- ¿Y eso qué?- le replicó ella.
- Quizás escape a la maldición… ella no tiene
sangre alemana.
La abuela no pudo reprimir un
reproche:
- No conocemos al monstruo que llega todas las
navidades a llevárselo todo, no sabemos nada sobre él y puede que le guste la
sangre mestiza tanto como la nuestra.
Todos se reunieron a discutir el
asunto, algo que nunca habían hecho por miedo.
- Suegra- dijo la nuera.- Piense que es un pequeño sacrificio de
familia. Todos los años alguien debe
quedarse a cuidar de la comida y este año le tocó a Trinidad, ella no puso
ningún reparo.
- ¡Porque no sabe la verdad! – Aulló
la abuela. – Tenemos tanto miedo que no hemos sido sinceros con la
pobrecilla.
- Debemos pensar en los niños. Ellos necesitan de su familia.- Dijo la
esposa del hermano mayor.- No podemos permitir que alguien más de la familia
desaparezca.
- ¿Y qué un extraño pague por nuestras culpas? La maldición nos pertenece. -Habló
contundente la abuela.
Trinidad que había salido al
porche de la casa, escuchó la discusión de la familia, temblando del miedo, los
tomó a todos por sorpresa cuando dijo a gritos.
- ¡Yo no me voy a quedar! ¡No me voy a
quedar! No quiero ser esclava de ningún
ser sobrenatural.
- ¿Y qué hacemos? - Preguntó con voz ahogada una
de las nietas.
Se miraron unos a otros, cada
quien fue bajando los ojos, agobiados por la pena, no tenían solución.
- ¡Yo me quedo! – Quiso sacrificarse el abuelo. –
Ya he vivido bastante y es justo que sea yo quien enfrente lo que sea que venga
a derribar la puerta de nuestro hogar.
- ¡Eso no arregla las cosas!- Replicó la abuela. - El año entrante tendremos el mismo problema y
nadie se querrá quedar. ¿Desapareceremos,
acaso, uno a uno, año tras año?
Tras un silencio profundo, la
nuera de los Snorkill propuso recoger todo, la comida, el horno, apagar la
hoguera, llevarse la gavera, la vajilla, los manteles, la cristalería y que no
quedara nadie. Armarían la mesa en la Iglesia y compartirían la cena con el
cura.
- ¡Sería un riesgo mayor! – Le replicó el esposo.- La fiera infernal podría enfurecer al no
hallar un humano para el sacrificio y podría llegar al pueblo. ¡Y acabar hasta con el santo cura!
- ¡Quedémonos todos! – Dijo el hijo mayor. – enfrentemos entre todos
la maldición.
Parecía que iban a apoyar la
sugerencia cuando en el horizonte, una sombra se alzó entre los árboles y abrió
paso a un par de puntos incandescentes y lejanos; todos los Snorkill,
incluyendo a Trinita, los vieron y acto seguido, se montaron en sus carromatos,
que eran dos, apuraron a los caballos y huyeron
despepitados.
El susto fue tan grande que
olvidaron a Vera María, la niña más pequeña de la familia, que fastidiada por el
parlotear de los grandes, se había ido a
jugar con su muñeca junto a la chimenea.
Las horas fueron pasando y la
noche se hizo cada vez más negra. Vera, al saberse sola en casa, cerró la
puerta y las ventanas y se acomodó en el gran sillón del abuelo. El fuego de la
chimenea ardía con altas llamas, se escuchaba el chisporrotear de los maderos,
la sala estaba tibia… y ella se estaba
quedando dormida cuando un golpe muy fuerte la sobresaltó.
¡Catapum!
No pudo descifrar de dónde venía
y se quedó muy quieta escuchando, mientras su corazón le golpeaba el pecho como
si hubiera corrido por horas; un nuevo golpe estremeció las paredes de la casa.
¡Pam Catapum!
Eran pisadas, pisadas de gigante…
Verita rogó al cielo y especialmente al niño Jesús que la cuidara y comenzó a
cantar una vieja canción de navidad, que le había enseñado su abuela, para
quitarse el miedo.
- Oh tannenbaum, oh tannenbaum. Wi
grun sin dei ne bleter…
¡Pacatapum, pam, pam! ¡Paaaaaam!
Un ser tosco, gigante y peludo atravesó la puerta, haciéndola
pedazos. Parecía sorprendido de ver a
una niña tan pequeña y sola.
- ¿Una niña? ¿Dejaron a una niña en casa?
El ronco crujir de su voz fue ensordecedor, la cristalería estalló
y Vera María sintió cómo si su alma
saliera del cuerpo, por más abiertos que tenía los ojos no lograba creer lo que
veía.
- ¡Eres un ogro! ¡Un ogro!
- Si soy un ogro y tengo hambre.
El ogro tenía unos colmillos
afilados, amarillos, su lengua era púrpura y su aliento, feroz.
- ¿Por qué
te dejaron sola?
- ¡Estoy cuidando del fuego del hogar! – Respondió
con valentía vikinga.
El ogro se echó a reír a
carcajadas.
- Así que eres la valiente guardiana de la casa.
¿Y los demás?
- ¡Están en la misa de Navidad!
- ¿Navidad? – El Ogro parecía desconcertado. -
¿Qué es Navidad?
Un vuelco de salvación entró como
un aire tibio en el corazón de la niña.
- ¿No conoces la Navidad? Yo puedo enseñarte…
Y
lo invitó a sentarse a la mesa;
Le sirvió los entremeses de
pescado ahumado y mientras servía y servía, el ogro comía y comía uno
tras otro, sin masticar. Ella fue contándole con detalle cómo era que hombres y
mujeres, reyes y pescadores celebraban el nacimiento del niño más humilde de la
tierra. Al ogro le costaba mucho entender aquello y pidió el primer plato, Verita,
con gran esfuerzo, le trajo el caldero de carne de tiburón fermentada y el ogro la sorbió de un solo tirón. Ella
trataba de explicar.
- Un ángel les anunció la buena nueva y los
pastores sintieron mucha alegría.
El ogro parecía no escuchar lo
que Vera María le contaba.
- ¡Trae más comida que aún no lleno mi barriga!
La niña trajo el cordero, las
papas y el arroz salvaje y continuó contando.
- Una estrella alumbró el cielo y la tierra se
llenó de paz. ¿Comprende?
- No.
- ¿No?
Los ogros suelen ser cortos de
entendimiento y este no era la excepción.
- Todavía tengo hambre.- le dijo.
- Pero ya no tengo nada más que ofrecer… la
alacena está vacía.
El ogro le dio un golpe tan
fuerte a la mesa que la rompió. Con sus grandes ojos como brasas y sus enormes
dientes, miró a Vera María con apetito voraz.
Un par de gotas babosas de saliva verde, salpicaron de su lengua púrpura
y el vapor pestilente de su aliento la
mareó…
En la Iglesia, la familia
Snorkill había llegado casi a tiempo para la misa, entraron, ocuparon sus
puestos y al momento de la comunión, los vitrales de la Iglesia temblaron con
el grito estremecedor de la abuela.
- ¡Verita no está! ¡Verita se nos quedó!
- ¿Cómo?- preguntó el cura.- ¿Ha quedado la niña
abandonada ante lo desconocido?
Regresaron de inmediato y todas
las familias que habían ido a la misa de gallo, los acompañaron.
Al llegar a casa, paso a paso
iban entrando, el abuelo, la abuela, el hijo mayor, la nuera, el hijo menor y
su esposa, los nietos… Trinita y los
vecinos de Tovar; caminaban despacio, con
un nudo en la garganta y sin hacer ruido. Como todos los años, la puerta estaba
deshecha, la mesa rota, la cristalería quebrada, la leña sin pescado, el
caldero sin tiburón…
- Lo sabía.- Lloró trágica abuela Snorkill.- lo
sabía… Llegamos tarde. Ha desaparecido
nuestra pequeña nieta.
Esta vez no se iban a resignar y
los hombres se organizaron en cuadrillas de búsqueda… Ritzel tomó una estaca para matar vampiros.
- Irré por el camino del cementerrio.
¡Otro grito los estremeció! Esta vez fue la nuera que apuntaba hacia la
puerta de la cocina:
- Allí,
allí, allí. ¡Allí!
Allí estaban el ogro y la niña con la torta de
crema de chocolate servida en una gran bandeja de plata antigua. Los presentes
casi se caen del espanto.
- ¿Qué está pasando aquí? - Preguntó papá Snorkill
- El señor Ogro vino a compartir con nosotros la
noche de Navidad.- Les explicó Vera María.
- Aún no he comido mi postre.- Les dijo el ogro.
Pasado el estupor inicial,
decidieron entre todos levantar una nueva mesa.
El
ogro les contó que venía de la Selva Negra, unos cazadores de cabezas de ogro lo estaban
persiguiendo y se echó al mar. Escondido entre los palos del puerto escuchó
de los aventureros que irían a fundar una ciudad alemana en tierras calientes
con una promesa de felicidad por siempre en sus corazones. Así fue cómo se aferró a la popa de “El Clemence” y cruzó el Atlántico y el
Mar Caribe, tragando peces y agua salada.
Al llegar a Choroní, sintió el
sol arder sobre su cuero peludo y corrió hasta lo más alto de la montaña, se
guio por el sonido de una cascada y descubrió al fin una cueva húmeda donde
echarse a dormir. El tiempo de los ogros
es diferente al de los humanos y su sueño duró muchos años, no lo despertaron
ni las guerras civiles que acosaron a Venezuela en aquellos tiempos… hasta que un día sintió el delicioso aroma
del cordero al horno de la abuela. ¡Y
despertó con tanta hambre!
Al tiempo, la hija mayor del
hermano menor de los Snorkill regresó con un esposo de la costa y llena de
hijos; así mismo el primer varón nacido en tierras de Tovar, que había
aprovechado la ausencia de la familia en Navidad para escapar tras una hermosa
india.
Año tras año, la mesa de la
familia Snorkill se hizo cada vez más larga. Los Benitz,
Muller, Musle, Gerig, Rudman, Ruth, Ziegler, Strubinger, Griman,
Hoffman, Bergman, Galler, Suhr,
Breindenbach, Cassler, Rizten,
Trinita, el cura y el ogro, eran
invitados al banquete, todos contribuían
con sus mejores recetas. ¡Incluso el
ogro!
La maldición había acabado, el
ogro entendió el verdadero significado de la navidad y la promesa de felicidad
echa por Codazzi se cumplió bajo el cielo infinito de estrellas de la Colonia
Tovar en Venezuela.
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