LA CIUDAD DE LAS
MIRADAS.
Escrito por Abigail
Truchsess
Cada
primavera, en el barrio de Los Remedios de Triana, aparece una ciudad: El Real
de la Feria.
Tiene
una extensión de 450 mil metros cuadrados, 15 calles con nombres de toreros, 24
manzanas y mil 47 casetas, dotadas de agua, alcantarillado y electricidad. Una de ellas pertenece al Ayuntamiento, once a
los distritos que dividen Sevilla y el resto a grupos culturales, peñas y
particulares.
Es
en El Real de la Feria donde se celebra la gran fiesta de abril.
Una
semana antes de la inauguración, comienzan los preparativos. Las dimensiones de
las casetas están reguladas, deben ser levantadas con lonas que aguanten candela
y llevar al frente una barandilla verde.
El
tablao, el sifón y la cocina van por cuenta del propietario.
Llegué
unos días después de la apertura, fue como si una pintura desbordara el marco y
cobrara vida, una explosión de malvas, amarillos y violetas; caballos de largas
crines, pulidos, engalanados con flores y lazos. Las mujeres iban vestidas a la
moda flamenca y los hombres en traje de coto con sombrero de ala ancha.
Dicen
en España que los sevillanos se creen el ombligo del mundo y ellos responden
que Sevilla tiene un ombligo digno de ver. La Feria de Abril nació en 1847 como
un mercado de ganado, en la actualidad es una fiesta para ver y dejarse ver. Cantantes,
bailaoras, toreros, modelos, actrices; las familias reales se lucen ahí. Doña Cayetana, la duquesa de Alba fue siempre
invitada de honor y hoy sus cenizas descansan a los pies del Cristo de los
Gitanos.
Quise
fotografiar un jinete y apenas sintió el lente de la cámara, posó para mí con
divertida galanura, tuve que tomarle más de una foto. Su agradecimiento fue un piropo en copla que
molestó a las muchachas que me habían llevado hasta allá. Las escuché murmurar:
─A
ella sí que la miran, ¿Te has fijao?
Su
tío Romerito, mi anfitrión en Sevilla, les pidió que me presentaran la feria y
una vez allí, no sin educación, me indicaron las casetas a las que podía entrar
y desaparecieron. No les agradó que una extranjera les restara miradas.
El
tema de las miradas comenzó en el viaje de ida.
Estaba empeñada en hacerlo en tren y el romanticismo acabó cuando me
senté en unos asientos durísimos, con un calor de mil demonios. A mi lado estaba un hombre con su hijo, un
niño de unos cinco años que se escondía detrás del padre y asomaba sus ojos
inmensos a cada uno de mis movimientos.
─Deja
ya. La tienes fiscalizá- le reprendía.
De
mirada en mirada, hicimos un trueque de galletas por caramelos, luego el padre
me preguntó si viajaba sola y me previno de los gitanos:
─Son
como águilas, no te das cuenta cuando te han robao. ¡Ve con cuidado si andas sola!
Y
ahí estaba en medio de una ciudad que giraba. Taconeos, brazos en vuelo, dedos
tejiendo historias de amor en el aire. Me atreví a entrar a una de las casetas
públicas y con la osadía del ignorante, acepté una invitación al tablao. Las parejas, hombres a un lado, mujeres al
otro, intercambiaban sus espacios en un baile de cortejo.


Fui
a pedir algo a la barra y un muchacho de Murcia me invitó una cerveza.
─No
te avergüences, a mí también me sacaron del tablao.
Volvimos
a compartir bochornos cuando comenzaron a cantar y palmear; es inevitable el
contagio, las ganas de ser parte de aquello y una señora, que no sé ni cómo ni
cuándo se enteró de nuestras respectivas procedencias, nos cortó la
inspiración:
─A
un lado tengo un murciano y al otro una venezolana. ¡Me tienen sorda!
Salimos
a carcajadas, caminamos y el murciano encontró a sus amigos. Romerito, que iba a la fiesta de la noche, también
dio conmigo y gracias a él pude conocer las casetas de familias a las que no
puedes entrar si no eres invitado.
La
diferencia de clases era notoria en el lujo que derrochan las más aristocráticas.
En todas nos recibieron con jerez o manzanilla de Sanlúcar.
─Bebe,
bebe, no dejes que se caliente, que fresca es que es buena.
El
vaso nunca estuvo vacío y entretuve la borrachera con tortilla de papas, gambas,
pescado frito, calamares…
Asimilada
mi lección de cortesía, puse al tanto de mis pocas destrezas a uno de los amigos
de Romerito que me invitó a bailar, él aprovechó una rumba para ayudarme a
soltar la vergüenza y en dos lecciones rápidas aprendí el pase de frente. El baile de sevillana tiene cuatro
coreografías, yo repetí las dos primeras hasta la madrugada, cuando fuimos en
grupo a comer churros con chocolate en los puestos de gitanos.
Nunca
los había visto en persona. Uno de ellos era muy alto, de huesos anchos y piel
aceituna, ojos almendrados, creo que amarillos...
─Cuidado,
que aquí las miradas son puñales.-me previno Romerito.
Un
caldero cayó al suelo, derramando aceite hirviendo y las mujeres dejaron hacer
a los hombres que corrieron en manada a controlar el fuego. Los gitanos se
cuidan, están curtidos de malicia y orgullo por tantos años de discriminación.
Ellos
son el latido del cante jondo.
A
Romerito lo conocían porque había producido algunos discos de José Monge Cruz, el
Camarón de la Isla, el más grande de
los cantaores de España, decían y fue por eso que lo recibieron como hermano.
Llegó
el amanecer y nos fuimos a dormir. Desde
entonces el itinerario cobró su propio ritmo, comenzaba después del almuerzo y
terminaba a la salida del sol, en los puestos de churros; las horas se medían
con vasos de manzanilla, hasta el domingo a medianoche cuando los fuegos
artificiales anunciaron el cierre.
Volví
al día siguiente y El Real de la Feria estaba vacío. Me sentí como el personaje de un cuento que
había perdido una ciudad. ¿A dónde había
ido?
Compré
el pasaje de regreso, esta vez viajé en autobús. En el centro de Madrid todos caminaban
guiados por la ansiedad del horario de trabajo, había muchas personas y ninguna
se miraba.
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