domingo, 22 de marzo de 2015

El color del huracán. Escrito por Abigail Truchsess

EL COLOR DEL HURACÁN  
 Escrito por Abigail Truchsess


Había pasado a primaria, cuando nombraron a su padre capitán de la base naval de la Orchila.  A partir de ese año, todos los primeros días de agosto, ella, junto a sus hermanos e innumerables primos, viajaban en buque de guerra hasta la isla y se convertían en señores de un paraíso de libertades, hasta finales de septiembre.
Las actividades de un no-plan vacacional, incluían: competencias en mini-moto sin frenos, la meta colateral era estrellarse; abrir huecos en la arena, cubrirlos con papel periódico y gritar frenéticos “Javier se está ahogando” para ver cómo los papás y las mamás, tías y tíos llegaban sin aire a la playa y caían en los huecos.
El reto más espeluznante era ir de noche a “La Perla”, una quinta ubicada más allá de los manglares, donde deambulaba el fantasma de una cantante de ópera, bajo un poderoso cielo de estrellas.  
Ella creía que nada le daría más miedo que encontrarse con la blanca silueta de la mujer, hasta que un día su padre los reunió para informarles del alerta enviado por el Servicio Meteorológico de la Aviación Militar.
─ Una tormenta se aproxima a las costas de Venezuela y trae la cola de un huracán.  Deben tener cuidado, seremos azotados en menos de 24 horas.
La mañana amaneció limpia y brillante, como solían ser las mañanas en la Orchila; mientras los soldados se encargaban de acondicionar las casas para la tormenta, a los muchachos les dieron permiso para ir al muelle, bajo la condición de permanecer juntos  y de no dispersarse por la playa.   
En el mar transparente, se veía el fondo, lleno de sardinas nadando y todos menos ella, se pusieron a pescar. 
─Dejé los anzuelos.
─Agarra los míos -respondía el hermano mayor.
─Los tuyos no me gustan.
Se acostó en el suelo a ver el cielo: En el horizonte todo era calma, las nubes eran blancas y redondas como los conejos que tenían los marineros en el corral y que cada día sumaban más y más y más… fue gracias a los conejos que aprendió la tabla de multiplicar.
─Hay muchas nubes, son como diez por diez.  ¿Las ven?  Parece que viene la tormenta.  Acuérdense de lo que dijo papá., que la tormenta trae una cola de huracán.
Ninguno se acordaba ni la escuchaba,  porque en ese justo instante una picúa había llegado a toda velocidad tragándose una sardina en dos mordiscos y todos empezaron a lanzar anzuelos atiborrados de carnada, a ver quién la atrapaba primero en una competencia espontánea.
─ ¡Me voy sola! 
Airada, con el susto apretado en el pecho, tomó el camino de regreso a casa, dejó atrás la bulla de los primos y el silencio se le hizo grande, misterioso. Apuró el paso, faltaba poco menos de la mitad cuando se topó con la cola del huracán: Larga y verde, infinitamente verde, ocupaba todo lo ancho del camino, cerrándole el paso por delante y por detrás.  Sus redondos ojos giraban como Saturno dentro del anillo e hicieron foco en ella que dio un paso atrás.
Majestuosa, la cola se movió a un lado y al otro, susurró un conjuro y atrajo al viento, las hojas del piso comenzaron a levantarse.  La única salida de la niña era saltando sobre ella, lo hizo y empezó a correr desbocada, pero no avanzaba, las piedras de la arena golpeaban su piel, sentía pinchazos en los brazos, en la cara, en las piernas, el viento se hacía más fuerte y alguien la haló.  Era su padre.
─ ¡Hija!  ¿Dónde están todos? 
─ ¡En el muelle!
El padre la metió en su jeep, arrancó de prisa y buscó a los muchachos.  Uno a uno los fue lanzando, apretujados, al fondo del vehículo.
─ ¡No levanten la cabeza! ¡No miren por la ventana!
Cerró las puertas con golpe seco y se montó.  Estaba completa la camada de primos, faltaba su hijo varón. Lo ubicó veloz a través del espejo retrovisor, se había quedado afuera, el muchacho había intentado escapar pero la cola del huracán que azotaba y bufaba, lo enredó, se lo llevaba lejos.     
El padre, metió la palanca de primera y logró alcanzarlo, abrió la puerta y el muchacho se aferró con todas sus fuerzas al brazo del papá y entró de un empujón.  La cola del huracán, tomó revancha, estiró sus patas de gigante y con sus garras atrapó el jeep, lo arrastró al filo del muelle, las ruedas patinaron, iban a caer al mar y el padre aceleró a fondo, con más fuerza.
¡Ganó esa pelea!

Llovió toda la noche, al amanecer los muchachos salieron de expedición, querían saber cómo había quedado la isla después del paso de la tormenta.  Ella, que iba de última en la fila, divisó a aquel ser belicoso con poderes sobre el viento, a la orilla del camino; esta vez estaba masticando una rama seca.

─ ¡Cuidado! -les advirtió a todos. ─Ahí está otra vez, la tormenta no se llevó su cola de huracán, la dejó ahí, miren, ahí está. 
Todos voltearon a mirar:
─ ¿Una cola de huracán? Ahí lo que hay es una iguana.- Le dijo Javier.  
Ella la miró con tanta sorpresa que también puso los ojos redondos.   
Pasaron los años y el color verde se coló en sus sueños, siempre que aparece, sabe a uva de playa y aventura.  

Fin. 

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